Convento de Santa Catalina.

Es uno de los conventos más hermosos de América. Traspasar sus muros es ingresar a una de las más armoniosas expresiones arquitectónicas del Perú colonial. Su puerta principal se abre en la calle Santa Catalina 301. El perímetro del monasterio está dado por las calles Santa Catalina, Bolivar, Santa Marta y Melgar. Fue fundado para monjas de clausura el domingo 2 de Octubre de 1580, dedicado a Santa Catalina de Siena y bajo la denominación de Nuestra Señora de la Gracia.

Fundación del Convento de Santa Catalina.

 

Los esfuerzos para su fundación en 1559. Uno de los principales animadores del proyecto fue don Juan de la Torre, caballero de la espuela dorada y primer alcalde de Arequipa. Una vez obtenidas las licencias civil y religiosa, el cabildo arequipeño dispuso en 1568 expropiar cinco grandes fincas, entre ellas las de don Alonso de Galleguillos y Lucas Martínez Begazo, fundadores de la ciudad. Sin embargo, era insuficiente la extensión y no se disponía de recursos necesarios para iniciar las obras.

 

Finalmente, el monasterio empezó a erigirse gracias a la generosidad de la dama española doña María Álvarez de Carmona y Guzmán viuda de Gutierrez de Mendoza. Los cronistas la describen con una mujer “distinguida, joven, viuda hermosa y de clara inteligencia”, que tomó los hábitos con el propósito de dedicarse de por vida a hacer realidad dicho convento.

No era un convento ordinario.

 

Construir Santa Catalina no sólo implicó gastos. También significó difíciles gestiones ante la corte de Madrid y las autoridades eclesiásticas de Lima y la metrópoli europea. Y es que no se trataba de un convento ordinario. Estaba concebido para atender la vocación religiosa de damas de toda condición, pero proveyendo sobre todo una ambiente atractivo para las damas pertenecientes a familias importantes, por cuyo intermedio se consideraba posible realizar importantes obras de caridad. Ésta era una idea novedosa, ya que la actividad de las monjas de clausura solía restringirse severamente a la vida claustral.

 

Un convento que tuviera medios e integrantes que permitiesen proyectar una obra exterior y que pudiera mantener un vínculo con las familias pudientes que estimulara nuevas vocaciones, significaba un importante desafío. Y todo el concepto arquitectónico de Santa Catalina estaba destinado a este fin.

Las primeras monjas del Convento de Santa Catalina.

 

Cuando se fundó Santa Catalina, doña María Álvarez designada priora vitalicia en reconocimiento a sus notables esfuerzos que hicieron realidad dicha obra. Sus primeras ordenadas fueron su hija Ana de Jesús y su querida amiga doña Quitera del Berrio. Una de las primeras monjas fue la dama Juana Galleguillos, hija de uno de los tempranos benefactores.

 

La edificación del monasterio sufrió grandes estragos con el terremoto de 1582. Gracias al esfuerzo de la prelada vitalicia y fundadora, que convocó la generosidad del cabildo y de numerosas familias, las instalaciones fueron levantándose y ampliándose gradualmente, hasta cubrir un área de 20 426 m2 y tomar la forma que hoy todos conocemos.

¿Cómo es el convento de Santa Catalina?

 

La parte exterior del claustro está resguardada por un alto y grueso muro de sillar reforzado con contrafuertes que asemejan estribos. Tiene un interior laberíntico, formado por varias calles con nombres que evocan ciudades españolas: Sevilla, Granada, Málaga y Toledo, entre otras, que se entrecruzan y confluyen en una plazoleta con una pileta en el centro. Se divide en dos grandes estructuras, llamadas “convento viejo” y “convento nuevo”.

 

Aunque M. Barriga (Arequipa 1891 – 1955), asegura que el “convento viejo” era parte efectiva de la antigua ciudad colonial, los estudios recientes coinciden en sostener que ambas etapas fueron edificadas formando una unidad indivisible, expresamente destinada al propósito conventual.

 

La ciudad dispone de recintos para habitaciones de diferente dimensión y comodidad, de acuerdo con las diferencias de origen social y de investidura de las monjas, así como áreas para talleres de diversas ocupaciones (refectorio, lavandería, enfermería, cocina y labores artesanales). El templo tiene una nave con cúpula y torre cuadrada. En él pueden verse valiosas pinturas religiosas cuzqueñas y españolas. La disposición del monasterio permite comprobar fácilmente que fue fundado con el propósito de facilitar a las monjas de clausura un ambiente donde la severidad y la sencillez no estuviesen reñidas con el decoro y el reconocimiento de las respectivas dignidades señoriales.

 

Un informe presbiterial de 1750 informa sobre Santa Catalina: “Las religiosas que mantiene este monasterio son 57 de velo negro, 18 de velo blanco y 51 donadas. Además doncellas y seglares al servicio: 200”.

 

En este claustro desenvolvió su vida Sor Ana de los Ángeles de Monteagudo, quien fue nombrada prelada en 1648 y a cuya muerte, en 1686, se le atribuyeron muchos hechos piadosos e incluso milagros.

 

Un detalle curioso es que cuando por fin fue abierto al público hace dos décadas, se encontró, empotrado en uno de los muros, un discreto cementerio de nonatos, que sigue siendo motivo de especulaciones.

Visitando el Monasterio de Santa Catalina:

 

El convento todavía conserva sus características originales, incluidos los locutorios y confesionarios vedados al mundo exterior. En los jardines fueron reunidas con gran esmero especies americanas con especies europeas. Para diferenciar ambientes y usos de los distintos edificios, algunas paredes de sillar fueron pintadas con leves tonos de ocre, azul, rojo y amarillo, aportando al arbolado conjunto arquitectónico una singular vivacidad.

 

Además de evocar con gran fidelidad la vida conventual del siglo XVII, el conjunto monumental de Santa Catalina es en sí mismo un portento arquitectónico, cuyo sagaz aprovechamiento del espacio y la luz coinciden admirablemente con la finalidad social, el paisaje y el clima. Hoy constituye uno de los más importantes atractivos turísticos de la Blanca Ciudad. Puede visitarse de lunes a domingo desde las 9 a las 16 horas. Una pintoresca tienda atendida por monjas expende artículos religiosos, jabones, cremas y aceites perfumados hechos en el convento.

Flora Tristán en Santa Catalina.

 

La admirable escritora, defensora de los derechos de la mujer y los trabajadores, Flora Tristán, nació en París en 1803, hija de madre francesa y de padre peruano. Este último, Mariano Tristán Moscoso, perteneció a una de las más linajudas familias arequipeñas. Tras la muerte de su padre, Flora visitó el Perú dispuesta a reclamar sus derechos como heredera. Estuvo en tierra peruana entre setiembre de 1833 y julio de 1834, sin lograr su propósito. Sin embrago, sus impresiones de viaje dieron lugar a un importante libro sobre la vida peruana de entonces: Peregrinación de una paria (París, 1838). De él extraemos su interesante descripción del convento de Santa Catalina:

 

“La distribución interior del convento es muy extraña. Se compone de dos cuerpos de construcción, uno de los cuales se llama el antiguo convento y el otro el nuevo. Este último comprende tres claustros pequeños muy elegantemente construidos, las celdas son pequeñas, pero ventiladas y muy claras. En el centro del patio hay un círculo sembrado de flores y dos hermosas fuentes que alimentan la frescura y la limpieza.

 

“El exterior de los claustros está tapizado con viñas. Se comunica con el antiguo convento por medio de una calle escarpada. Es éste un verdadero laberinto compuesto por una cantidad de calles y callejuelas en toda dirección y atravesando por una calle principal a la que se sube como por una escalera. Esas calles y callejuelas están cerradas por las celdas que son a su vez otros tantos cuerpos de una construcción original.

 

“Las religiosas que las habitan se hallan como en pequeñas casas de campo. He visto algunas de aquellas celdas que tienen un patio de entrada bastante espacioso como para criar aves y en donde se halla la cocina y el alojamiento de los esclavos. A continuación un segundo patio, en el que se han levantado dos o tres cuartos. En seguida un jardín y un pequeño retiro cuyo techo forma una terraza”.

 

“Desde hace más de 20 años estas señoras ya no viven en común. El refectorio ha sido abandonado, el dormitorio igualmente, aunque por la forma cada una de las religiosas tiene todavía un lecho, blanco como la regla lo exige. Tampoco están obligadas, como las carmelitas de Santa Rosa, a esa multitud de prácticas religiosas que ocupan el tiempo de estas últimas. Por el contrario. Les queda después del cumplimiento de sus deberes conventuales mucho tiempo que consagran al cuidado de su habitación, de sus vestidos, a ocupaciones de caridad y, en fin a sus distracciones.

 

“La comunidad tiene tres vastos jardines que no siembran sino con legumbres y maíz, porque cada religiosa cultiva flores en el jardín de su celda. Además, la vida que llevan esas señoras es muy laboriosa. Hacen toda clase de trabajos de aguja, admiten pensionistas a quienes instruyen y tiene también una secuela gratuita en donde enseñan a niñas pobres. Su caridad se extiende a todo: dan ropa a los hospitales, dotan a las jóvenes y diariamente distribuyen pan, maíz y vestidos a los pobres. Las rentas de esta comunidad se elevan a una suma enorme, pero esas damas gastan en proporción a sus mismas entradas. La superiora tenía entonces setenta y dos años. Nombrada y destituida en varias ocasiones, su bondad había hecho que siempre la rechazaran los sacerdotes que tiene autoridad sobre el convento, mas esa misma bondad la hacía nombrar de nuevo por las religiosas, las cuales tienen el derecho de elegir a su superiora en el escrutinio”.

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